martes, 31 de mayo de 2011

La noche

El calor ya no sólo acompañaba al día sino que también empezaba a formar parte de alguna noche. Es cierto, estábamos en plena revolución de cambio de estación o como quiera llamarse y las altas y altísimas temperaturas se enredaban con algún que otro día nublado y frío.
Yo seguía tomando mi manzanilla después de cenar, ahora la preparaba mucho tiempo antes para que fuera templándose y las noches más calurosas, después de terminar los quehaceres diarios me sentaba en la terraza con mi taza en la mano y pasaba allí un rato.
Como si se tratara de una “voiyer” observaba las ventanas de los vecinos iluminadas con la luz blanca de las cocinas, las sombras de idas y venidas de sus propietarios, los ruidos de las teles, el ruido de las cacerolas, platos, etc. Y a mí no me veía nadie. Oía el pasar de los coches y alguna moto escandalosa. Las músicas cambiantes que algún mequetrefe de turno obligaba a oír con sus ventanillas bajadas y el sonido a todo trapo. Si miraba al cielo no veía nada, a menos que fuera noche donde la luna se enseñara. Tanta vida de ciudad había casi hecho olvidar lo que eran las noches estrelladas (casi ya un recuerdo en lugar de una realidad). La leve brisa que conseguía arrancarse traía también el olor de plantas diversas: distinguía algún jazmín lejano, hierbabuena y albahaca (de mis macetas). Y yo sentada en la oscuridad, disfrutando de todo aquel ajetreo nocturno que marcaba el ritmo diario.

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