martes, 29 de marzo de 2011

El cambio de hora

Llegaba el primer amanecer tras el cambio de hora de la primavera. El sol estaba buscando su sitio a pasos agigantados, me levanté de aquella cama revuelta. Él seguía profundamente dormido a pesar de que los rayos de sol empezaban a ser cada vez más manifiestos en aquella habitación. Busqué mi ropa entre las sábanas, la butaca y el escritorio que por algún extraño motivo siempre decoraban las habitaciones de hotel, cuando en realidad nunca he conocido a nadie que hiciera uso de ellos. Fui sigilosamente al cuarto de baño e intenté recuperar mi aspecto habitual. Recogí mi pelo con una coleta, lavé mi cara y los dientes con todos los productos de cortesía que estaban en aquella cesta y acabé de vestirme.
Había sido una noche interesante.
Yo no era ese tipo de mujer fatal que conseguía  a los hombres con un solo pestañeo, más bien al contrario, pero aquella noche me sentía segura. Y no hay nada mejor que una mujer segura de sí misma. Tras una semana agotadora de trabajo conseguí reunirme con algunas amigas y nos fuimos a cenar. El vino, los chupitos tras el postre y algún cubata en los locales de moda hicieron el resto.  Aquel chico rubio que me crucé en la discoteca fue el culmen de una noche divertida. No recuerdo muy bien lo que me dijo, el chisporroteo de mi cabeza, mi risa contagiosa y la música alta contribuyeron a que mi recuerdo quede algo difuso de aquella mini-conversación. Empezamos a besarnos y se desató la pasión. Una excitación convulsa recorría todo mi cuerpo y creo que algo en él también. Tras estar un rato jugando con nuestras lenguas, cogimos un taxi y nos fuimos a un hotel cercano. Saludé apresuradamente a mis amigas y me marché.
Durante el corto trayecto supe que se llamaba Pablo, era algo más joven que yo, estaba trabajando en una empresa bastante fuerte del sector financiero y era tremendamente atractivo. Unos ojos azules enmarcados en unas largas y pobladas pestañas acompañaban a un físico espectacular.
Seguimos jugando hasta no sé qué hora. Caímos rendidos.
Cuando llegué a casa, me preparé un gran café con leche, una tostada y frente a mi iluminada ventana de la cocina, empecé a desayunar. Mi día había comenzado y me sentía mejor que nunca.

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