martes, 15 de febrero de 2011

Lo cotidiano

Mi principal meta era llegar al trabajo y encontrarme con él mientras aparcábamos los coches.
Saludarnos.
Pocas veces lo conseguía. Unas veces me adelantaba yo, otras él.
Lo siguiente era llegar hasta la máquina de café y si no había cola meter la moneda, pulsar “Café cortado” mientras iba a guardar el Tupper en la nevera. Recogía mi café, lo dejaba en el mismo sitio de siempre de mi escritorio y me iba a lavar las manos al baño.
Volvía y ya recogía todo lo que había dejado por la mesa y la silla: la chaqueta, el bolso, la cartera abierta tras haber cogido la moneda del café, las gafas, las llaves del coche, la bolsa donde llevaba cada día el Tupper. Lo guardaba minuciosamente todo y lo colgaba en el perchero de la pared de enfrente, detrás de mi jefe.
Me sentaba e introducía las claves de acceso al ordenador. Mientras tanto, sacaba mis bolis+rotuladores fosforescentes+lápiz del segundo cajón que guardaba atados con una goma para que no se desperdigaran. Los colocaba como siempre en los dos botes: uno con la etiqueta de Frágil donde ponía los rotuladores y el otro con un toro que compré en una tienda de chinos, donde ponía los bolis.
Empezaba a abrir los programas con los que trabajaba.
Y así iniciaba mi jornada laboral.
La gente unas veces sólo abría la puerta y daba los Buenos días, otras veces entraban y comentaban algo y yo sólo esperaba a ver en qué momento llegaba él.
Últimamente, se retrasaba mucho, pasados unos minutos de las 8.00h hacía su aparición. Depende lo que tuviese planificado para ese día entraba al despacho para comentar algo o bien sólo abría la puerta y daba los buenos días, en ocasiones hasta me dedicaba un guiño.  Entonces mi día comenzaba. Me podía dar por satisfecha.
Ahora quedaba esperar hasta la tarde a que volviera y se repitiera el mismo ritual. Mientras esa tarde llegaba, esperaba una llamada telefónica que diera pie a algún chiste simple que nos mantuviera conectados. No siempre se daba tal circunstancia así que había que esperar a que volviese de su jornada laboral y poder encontrar un mínimo espacio de tiempo en que poder comentar algo. Unas veces nos comportábamos más formales por estar rodeados de gente y otras, algo más desenfadados por conseguir quedarnos solos en el despacho.
Y así un día tras otro.

jueves, 10 de febrero de 2011

El hombre pequeño que no miraba a los ojos

Cuando lo conocí me pareció un tanto frío. Apenas entendía bien lo que decía ya que no vocalizaba y hablaba muy bajito. Tenía una voz que parecía perderse en la habitación, una voz como ahogada.  Un hombre gordito y mucho más bajito que yo. 
Antes de presentármelo ya me habían contado un poco su historia. Él era jefe de ese departamento, pero por motivos diversos ahora correspondía a otro. Había estado casi toda su vida laboral al frente de aquel despacho y bla, bla, bla. Todavía recuerdo cómo me miraba de reojo cuando nos presentaron.
Al poco tiempo volvió al despacho. Como jefe, claro.
Durante una temporada estuve aprendiendo.  Había buena comunicación tanto laboral como personal. Creo que trabajábamos bien. Ahora también, pero más forzado. Llegó en varias ocasiones a felicitarme y agradecerme el trabajo que estaba haciendo. Hoy pienso que eran formalismos.
Lo defendí porque pensé que era un hombre bueno.
Las cosas fueron cambiando.
Ahora sólo pienso que es un pobre hombre sin Valor. Tiene miedo a enfrentarse a los problemas y los deja arrinconados hasta que un día estallan.
Nunca olvidaré aquella mañana que llegué antes que nadie para expresarle lo que opinaba tras uno de esos estallidos y él, sentado desde su silla desgastada de respaldo alto ni siquiera me miró para contestarme. No despegó su mirada de aquella pantalla de 19’’ que era lo que identificaba al jefe del resto, que teníamos pantallas de 15’’.
Su respuesta fue simple y tajante: “esa es tu opinión”.  Y así zanjó la conversación que intenté tener con él.
Decepción fue lo único que sentí en aquel momento. Sentí haber echado por la borda muchos momentos, muchas defensas, muchos esfuerzos por hacerlo bien, muchas horas de trabajo no remuneradas, pero sobre todo mucha decepción por aquel hombre pequeño que pensé que me escucharía ya que jamás había dicho nunca nada. 
Hoy mi decepción se ha convertido en Indiferencia.

miércoles, 9 de febrero de 2011

El sol de invierno

Me dirigía a mi casa, aquella casa donde había pasado tantos años, tantas vivencias, tantos recuerdos. No me había mudado muy lejos, tan sólo un pequeño trayecto en coche. Sonaba el último disco de Jorge Drexler que me había regalado. Mi coche marcaba 14º y un dulce sol me iba acompañando todo el trayecto.
Es verdad que son las cosas pequeñas las que nos hacen sentirnos felices. Había olvidado este sol de invierno. Había olvidado lo perfecto que era salir una mañana luciendo el sol, calentándote e iluminándote. Era increíble pero lo había olvidado. Estar todo el día metida en una oficina con luz artificial y una ventana encarada hacia el norte es lo que hace olvidar.
Mientras cambiaba de carril, reducía marchas, aceleraba, frenaba, otro semáforo, un paso de cebra, una moto que quiere adelantarme por el arcén iba invadida por este sol espectacular. Y recordaba mi casa, siempre soleada. Ventanas bien abiertas para que entrara esa luz del día y sentada en una butaca para que te acompañara parte de la sobremesa. Lo había olvidado.
Efectivamente, mi nueva casa era bonita pero sombría en invierno. 
Los días de lluvia habían pasado y era el momento de este sol de invierno.

martes, 8 de febrero de 2011

El reloj

Miré la hora en aquel reloj negro que estaba sobre la mesita de noche y me di cuenta que era demasiado tarde para ir, demasiado tarde para volver, demasiado tarde para olvidar, demasiado tarde para corregir las palabras que salieron y las que quedaron dentro.
Me giré intentando volver a dormirme.
No lo conseguí.
Utilicé mil trucos: pensar en blanco, imaginar un espacio ideal, respirar profundamente para relajarme, me levanté para ir a la cocina a beber un vaso de agua, poco después me levanté para ir al baño.
No pude dormir.
Entonces me di cuenta que llegó el momento en el que debía tomar decisiones, o al menos intentar aclarar lo que quería. Había confusiones en mí que me acompañaban día y noche.
El amor, el trabajo, ese otro amor platónico que cada día me alentaba más, dónde vivir, el ir de aquí para allá…
No me entiendo. Siempre he sido cabal y ahora estoy perdida en un laberinto.
Camino buscando mi salida.

lunes, 7 de febrero de 2011

La caja verde de ikea

Era uno de esos domingos perfectos. Había dormido todo lo necesario y más, había desayunado tranquilamente frente a aquella ventana de la cocina donde veía el tranvía pasar mientras un sol cálido de invierno me seducía. Entonces pensé, es el momento perfecto para ordenar.
Manos a la obra, me dispuse a poner orden a todos aquellos libros que estaban esperándome desde hacía algún tiempo después de ser leídos. Querían volver a aquellas estanterías. Luego pasé a rebuscar entre los cajones para desechar lo que no usaba (que era mucho) y organizar lo que sí utilizaba (que actualmente, era más bien poco).
Y llegó el momento. Encontré la caja verde que había comprado algunos años atrás en ikea. Aquella caja verde era mi particular baúl de los recuerdos. Allí iban a parar todas las cartas recibidas, las fotos sin álbum, las notas bonitas, las postales, las tarjetas de felicitación, colgantes, pulseras, TODO lo que suponía algo importante en mi vida.
Cada vez que encontraba algo, iba asombrándome de lo que era capaz de guardar, iba montando en mi cabeza toda mi vida. Aquellos pequeños momentos reunidos allí suponían un gran puzzle que durante todo este tiempo me habían construido.
Fue entonces cuando me di cuenta de cuánto tiempo había pasado, de cuánto me había reído y cuánto también, había llorado. De la gente que seguía  a mi lado y la que quedó por el camino.  Sus frases, sus miradas, sus caricias...
Es increíble.
Lloré, lloré mucho, hacía muchísimo tiempo que no lo hacía y después vino la calma.
El sol seguía abrazándome. Iluminaba toda la habitación.
Volví a dejar todo aquello en la caja verde de ikea tal como lo había encontrado, ocupando cada mínimo espacio de aquél baúl de mis recuerdos.

jueves, 3 de febrero de 2011

La amiga

-Disculpe, me habré equivocado. Y finalicé la llamada.
Me quedé mirando unos instantes la pantalla del móvil con cara extrañada. No comprendía nada. Aquél nº de móvil lo tenía desde hacía una eternidad y aunque últimamente no manteníamos ningún contacto, siempre pensé que si lo cambiaba, me avisaría.
La conocí en el colegio pero fue años después cuando coincidiendo en el instituto estrechamos más los lazos y podría decirse que nos convertimos en amigas. Aunque cada una siguió una rama distinta (ciencias y letras) y más tarde en la universidad, siempre mantuvimos el contacto. Quizá menos de lo que a mí me hubiera gustado pero pese a todo llegamos a esa amistad tan fuerte en la que con sólo mirarnos entendíamos lo que queríamos decir. Coincidíamos en opiniones y nos apoyábamos cuando las cosas iban mal.
Todavía recuerdo cuando en mi primer coche hablábamos de amores imposibles y qué desafortunadas éramos. Cuántas charlas, cuántos  momentos, cuántos cumpleaños y navidades juntas.
Qué pasó? Todavía no lo sé. Simplemente pasó, el tiempo fue abordando cada uno de los momentos que teníamos y las llamadas sin contestación, los mails sin respuesta y los sms perdidos en la inmensidad fueron lo habitual.
Pasado algún tiempo pensaba, quizá sea yo que soy algo exigente y no ha tenido tiempo, no ha podido... volvía a llamar o intentar comunicarme y entonces es cuando me arrepentía de haberlo hecho ya que seguía todo igual.
Y así hasta ahora, cuando fui a llamar y ese nº ya no le pertenecía.

miércoles, 2 de febrero de 2011

La cena

Enfundada en aquél vestido rojo que compré en Mango en la anterior temporada y unos zapatos peep toe negros me presenté en la cena. Llevaba el pelo suelto y algo alborotado (intencionadamente) para cambiar el estilo rutinario de coleta y vaqueros y más maquillada de lo habitual.
Hacía ya un año que por cuestiones económicas no se celebraba cena de empresa.
Llegué un poco retrasada porque me costó aparcar y además iba sola. Menos mal que conocía el restaurante, sino estaba perdida. El compañero con quien iba habitualmente no pudo ir y me avisó a última hora. Ni corta ni perezosa decidí ir sola.
En el trayecto de camino al restaurante me convencía de lo estupenda que estaba con aquél vestido, era sencillo y perfecto. Cuello redondo, manga corta y cinturón que marcaba mi figura. Los zapatos eran espectaculares, con tacón altísimo y fino. Unas medias caladas y un abrigo negro completaban mi atuendo. Con la seguridad de estar divina entré al restaurante. Fue una entrada triunfal. Estaba ya la mayoría de gente sentada, miré rápidamente las mesas para ver si alguien se dignaba a hacerme una señal para indicarme sitio vacío ya que mi miopía no me permitía distinguir mucho pero así de pronto no pasaba nada. Para mí pasó una eternidad hasta que oí que me llamaban. Me giré y vi a un compañero de oficinas que hacía señas. Menos mal. Fue entonces cuando empecé a notar las miradas clavadas en mí que seguían mi recorrido. Llegué a mi asiento y me quité el abrigo. Con una sonrisa amplia agradecí el gentil gesto de aquél compañero informático.  Entonces me sentí segura. Mi espectacular vestido dejó obnubilados a la mayoría de comensales que quedaron con cara de sorpresa al verme. No era para menos, aquél color rojo sangre lo iluminaba todo. Al sentarme eché una rápida mirada alrededor y vi a mi compañera de despacho mirándome fijamente. Y después vi a otras dos cómo comentaban sobre mí, los cuchicheos eran varios. Hasta los chicos me miraban directamente y me saludaban con una sonrisa.
Transcurrió la noche excepcionalmente perfecta. Me senté en la mesa apropiada, gente con buen humor. Me reí mucho y más.
Una vez terminada aquélla cena y hecho el brindis la gente empezó a moverse. El “dónde vamos” se oía por todos los rincones. Yo tenía ganas de ir a tomar algo y bailar hasta cualquier hora pero este año estaba totalmente sola. Con mis compañeras no iba  a ir porque a parte de no tragarme esa noche les corroía la envidia. Lo captaba en sus miradas. Esas miradas directas que sabes que van a ser motivo de muchas conversaciones de cafés y cigarrillos por los rincones de la empresa.  Y con los chicos yo sola tampoco iba a salir, porque aunque tenía unas ganas locas, parecería impropio el ir una sola chica con tanto hombre. Con esa situación me aproximaba hasta la puerta hablando con los pocos que aún me dirigían la palabra. Aún así, hubo mucha gente que se acercó a mí para ver bien mi modelito, bien disimuladamente o bien directamente, ellas y ellos fueron pasando a mi alrededor. Hasta los jefes me dedicaron unos instantes. Y yo me iba creciendo.
Fue entonces cuando él se dirigió a mí. Me halagó el look que llevaba aquella noche y me preguntó si iba con ellos. Entre risas y tonterías le planteé que quizá quedaba algo raro que fuese yo sola con todos ellos, lo que suponía que el resto de la empresa aún hablara más de mí si cabe y por supuesto también les incomodara a ellos en sus oportunidades amorosas que surgieran esa noche. Aún así insistió.
Y me dejé llevar.
Fuimos los dos coches hasta una zona cercana para aparcar mi coche e ir los dos juntos en el suyo. Teóricamente no era la mejor opción dado que él había bebido algo y yo tenía un recorrido algo largo  para volver a casa pero no pude resistirme a tal oportunidad.
Debo reconocer que la situación me ponía algo nerviosa, se me secaba la boca,  las manos las tenía frías y mi voz flaqueaba un poco. Una sonrisa tonta me acompañaba en todo intento de conversación. Tuvieron que pasar más minutos de los que me hubiese gustado para tranquilizarme. Creo que él sentía algo similar, no habíamos estado a solas nunca, aunque hubiese alguna que otra conversación privada aprovechando la entrada y salida del despacho de los demás compañeros. No sé de qué hablamos, sólo sé que llegamos al sitio. Estuvimos esperando un momento en al puerta hasta que sonó su móvil. El resto del grupo iba a retrasarse un poco porque se habían perdido. Decidimos entrar al local. Me tomó por la cintura y entramos. Estábamos solos. Pedimos algo para beber. Al tiempo llegó el resto de gente. Me sentía exultante. Todo el mundo tenía algo que decirme. Estaba feliz.
Y bebí y me dejé llevar. La música, las luces y él. Nuestras miradas se cruzaron en varias ocasiones y sonreíamos. Creo que fue unas de las noches más memorables de todas las que he tenido.

martes, 1 de febrero de 2011

El regalo

Sentada en aquella silla azul giratoria abrí el primer cajón y allí lo encontré. Unos caramelos y una nota. Efectivamente, se había acordado de mí.
La verdad es que estuve desde el viernes pensando en ello. Desde que me dijo que encontraría unos caramelos en mi primer cajón cuando viniese el lunes, no pude pensar en otra cosa. Quizá me hubiese gustado olvidarme para así llevarme la sorpresa pero no pude hacerlo. Todo el sábado, el domingo e incluso el lunes al despertarme se repetía la misma idea. Ya de camino hacia aquélla silla, seguía pensando en ello y dialogando conmigo misma: a lo mejor se ha olvidado o no ha podido comprarlos. A lo mejor no hay nada y me he interesado más de lo normal por esa “promesa”.
Cuando llegué aún seguía dialogando sobre ello, me resistía a enfrentarme con la situación. ¿Y si me había ilusionado como una niña pequeña en la noche de reyes?
El caso es que allí estaba. Primero vi los caramelos y unos segundos después descubrí la nota. Aquel pos-it pegado sobre mis folios de apuntar notas. Sin duda, se había acordado de mí.
Estuve toda la mañana intentando pasar aquellos caramelos a mi bolso sin que nadie me viese. No conseguía estar sola en el despacho para hacerlo. Y toda la mañana también intentando encontrar la oportunidad de agradecer el detalle. ¿Lo llamo, no lo llamo, espero a la tarde, le envío un sms?. Pasó la mañana y finalmente a hurtadillas busqué su nº de móvil y lo apunté en el papel disimuladamente hasta que pude enviar el mensaje agradeciéndole el detalle. 
Luego la espera. ¿Responderá o no? ¿Me dirá algo por la tarde?. Sí respondió al mensaje unos minutos después.
Desde ese momento empecé a recordar las situaciones en las que estaba él implicado y me di cuenta que fue el único que se dio cuenta del día que estuve realmente mal y quien intentó animarme. Me di cuenta que le importaba lo que me pasaba porque intentó hablar conmigo en varias ocasiones. Y me escuchó.  Desde entonces la mirada de complicidad ha estado siempre presente.
Ahora espero encontrarme con él en cualquier rincón.